Contra el culto a la igualdad
- Maximiliano Carmona
- 25 mar
- 3 Min. de lectura
De una idea noble secuestrada
La igualdad fue alguna vez un fuego noble. Encendía la esperanza de que ningún hombre naciera condenado a la servidumbre por el azar de su cuna. Fue un principio liberal, racional, casi geométrico: todos iguales ante la ley, todos sujetos de derechos, todos dignos en su diferencia. Esa igualdad —limitada, imperfecta, pero poderosa— fue la que alumbró las revoluciones que desafiaron a reyes y dogmas.
Pero con el paso de los siglos, algo ocurrió. El concepto fue inflado, desbordado, distorsionado. De ser un principio jurídico se volvió un fetiche emocional. Ya no se habla de igualdad ante la ley, sino de una igualdad de resultados, de emociones, de visibilidad, de narrativa. El reclamo ya no es por libertad, sino por reconocimiento. No basta con que todos puedan hablar: ahora todos deben ser escuchados, celebrados, validados.
¿En qué momento confundimos la equidad con el resentimiento maquillado?
Del castigo al mérito
Es una época donde la diferencia no incomoda por injusta, sino por evidente. No se combate al privilegio heredado, sino a la excelencia ganada. El mérito ha pasado de ser un ideal ilustrado a ser un pecado posmoderno. Quien se destaca, molesta. Quien se esfuerza, debe justificarlo. Se habla de inclusión, pero en realidad se exige homogeneidad. El discurso de la diversidad ha desembocado, paradójicamente, en una monotonía de superficie: todos deben pensar igual, sentir igual, opinar igual… o callar.
La igualdad contemporánea exige amputaciones sutiles. No lo hace con látigos ni decretos, sino con miradas, con susurros de corrección política, con un entramado de pequeñas censuras que moldean lo decible. Al nuevo hombre igualitario se le enseña a desconfiar de la jerarquía, aunque toda vida orgánica la necesita. Se le inculca que su identidad es una bandera antes que una historia.
¿Y si el verdadero problema no fuera la desigualdad, sino la falta de coraje para asumir quiénes somos realmente, en nuestra mezcla de potencias y límites?
De la trampa de la representación
Muchos de los que hoy claman por igualdad no quieren realmente justicia, sino una nueva forma de poder. No buscan libertad, sino compensación. Y la consiguen a través de la “representación”: un concepto que se ha vuelto más importante que la realidad misma. No importa si alguien es competente, si tiene algo que decir, si está preparado; importa que represente algo. Que encaje en una grilla. Que sume a la estadística de visibilidad.
Pero la representación sin exigencia es una estafa. ¿Qué clase de dignidad se construye cuando se llega a un lugar no por la fuerza del carácter, sino por la fragilidad del sistema? ¿Qué tipo de igualdad es esa que necesita maquillar diferencias, evitar fricciones, y repartir cuotas como si las personas fueran categorías de un informe?
De la nueva aristocracia de lo banal
En esta era de “igualdad afectiva”, lo importante no es ser, sino sentirse. No importa lo que uno construya, sino cómo lo perciben los demás. Y así, la nobleza se invierte: ya no se admira al que se eleva, sino al que reclama desde la herida. La víctima se convierte en aristócrata. El sufrimiento en capital político. Se gana prestigio no por lo que se logra, sino por lo que se ha padecido.
Esto no es compasión, es chantaje moral. Y ese chantaje termina por igualar a todos en la superficie, mientras las verdaderas desigualdades —las que importan: la ignorancia, la educación, la falta de dirección— se profundizan bajo la alfombra.
¿No será tiempo de rescatar la igualdad en su sentido más puro? No como destino, sino como punto de partida. No como utopía, sino como frontera mínima. Que nadie tenga menos derechos por nacer distinto, pero que nadie tenga más derechos por renunciar a sí mismo.
La verdadera justicia no consiste en que todos lleguemos al mismo lugar, sino en que a nadie se le impida salir del barro. Lo demás es paternalismo, demagogia, y a largo plazo: esclavitud del alma.


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