El opresor necesario
- Maximiliano Carmona
- 25 mar
- 3 Min. de lectura
Del nuevo dogma
El siglo XXI, a falta de teologías trascendentes, parece haber consagrado una nueva religión civil: la del oprimido eterno. Ya no es Dios quien redime, sino la condición de haber sufrido. El sufrimiento otorga autoridad moral. No importa la verdad, ni la coherencia, ni la responsabilidad: importa si se puede demostrar, aunque sea simbólicamente, que uno pertenece al bando de los oprimidos. Y así se inaugura un juego perverso, donde la identidad se construye a partir de la herida, y la herida necesita un culpable. Un opresor.
Pero ¿quién es ese opresor? La figura es ambigua, mutante, a veces real, a veces conceptual. No importa tanto si oprime de verdad; lo que importa es que su figura sirva como pantalla de proyección para las frustraciones colectivas. En esta lógica, el conflicto no se resuelve, se conserva. Porque lo que se busca no es la superación del antagonismo, sino su perpetuación simbólica. La víctima no quiere dejar de serlo; quiere triunfar siéndolo.
Del adoctrinamiento emocional
La escuela, que alguna vez fue imaginada como un espacio de emancipación racional, ha sido colonizada por esta dialéctica. Se educa no para formar pensamiento, sino para formar conciencia de opresión. A los niños se les enseña, desde temprano, que el mundo está dividido entre malos y buenos, y que ellos —por alguna razón que no se termina de explicar— deben sentirse identificados con los buenos, es decir, con los débiles. La fortaleza se presenta como amenaza, el éxito como privilegio, la excelencia como violencia simbólica.
Ya no se trata de fomentar el pensamiento crítico, sino de cultivar la sensibilidad ideológica.
Se reparten manuales donde la historia es un campo de batalla entre explotadores y explotados, y la ética se resume a elegir el bando correcto. ¿Qué tipo de humanidad se forma desde esa lógica? ¿Puede una mente crecer si se le impone que toda aspiración es una forma de traición al grupo?
De la comodidad de ser oprimido
La figura del oprimido contemporáneo goza de inmunidad. No puede ser cuestionado sin que el cuestionador sea inmediatamente tildado de opresor. Esta lógica, lejos de empoderar, infantiliza. Porque no propone un camino de superación, sino una zona de confort discursiva.
Se educa en la sospecha, no en la construcción. En la denuncia, no en el esfuerzo. Se le enseña a los jóvenes que toda forma de malestar proviene de una estructura, de un sistema, de una historia que los excede. ¿Y si no? ¿Y si en parte el malestar también nace de la propia inacción, del miedo a asumir el destino?
No se trata de negar las injusticias. Existen, han existido y seguirán existiendo. Pero convertir toda experiencia humana en una narrativa de opresión es reducir la complejidad de la vida a una fábula moral. Es negar la agencia, la voluntad, la capacidad del individuo para transformarse, para rebelarse sin guion, sin bandera, sin subsidio.
De la abolición del mérito como forma de control
El sistema que dice defender a los oprimidos no busca liberarlos, sino administrarlos. Y para eso, debe asegurarse de que nunca se emancipen del todo. ¿Cómo se perpetúa esa dependencia? Socavando el mérito. Impidiendo que emerja una élite intelectual o creativa que no deba su lugar a la narrativa victimista. Premiar la pertenencia antes que el esfuerzo. Celebrar la identidad antes que la obra. Reemplazar la admiración por el otro por una sospecha permanente: si triunfó, algo debe haber hecho mal.
Este proceso se extiende como una niebla sobre toda la estructura educativa. La exigencia desaparece, porque exigir es “violento”. La corrección se vuelve ofensiva. El saber se convierte en una forma de poder que hay que desarmar, no de una herramienta que hay que conquistar. Y así se fabrican generaciones no de rebeldes, sino de incapaces. Incapaces no por falta de inteligencia, sino por exceso de protección simbólica.
De rebelarse sin víctima ni verdugo
¿Qué pasaría si alguien se negara a participar de esta dialéctica? Si dijera: “No quiero ser víctima, ni opresor. Quiero ser libre”. Tal vez sería señalado, aislado, tildado de arrogante. Pero también sería, en el fondo, el único realmente emancipado.
La libertad auténtica no necesita un enemigo. Necesita coraje. Y el coraje, hoy, consiste en pensar por fuera de la dialéctica expuesta en este ensayo. Consiste en educarse no para pertenecer a una causa, sino para construir una vida con sentido propio. Una vida donde el dolor no se capitaliza y la dignidad no se hereda: se conquista.


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