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Dios ha muerto, pero sus valores no


De los ecos del altar roto


¿Qué ocurre cuando el altar se derrumba pero el eco de sus oraciones persiste? El cristianismo —ese viejo andamiaje de símbolos, pasiones y contradicciones— ha sido durante siglos el marco moral de Occidente. No como un sistema cerrado, sino como una narrativa capaz de infundir dirección a la voluntad humana. Su influencia fue tan vasta que incluso sus críticos más acérrimos bebieron de sus aguas sin darse cuenta. Hoy, en nombre del rechazo a toda institución trascendente, se lo desprecia, pero irónicamente se sigue apelando a conceptos como la dignidad, el perdón, la justicia o el amor universal… todos ellos herederos de aquella tradición. ¿Qué se está rechazando realmente cuando se rechaza al cristianismo ¿El dogma, o la incomodidad de tener que responder ante algo que excede la utilidad inmediata?


Nietzsche declaró la muerte de Dios, no como burla, sino como advertencia: “¿No nos estamos hundiendo continuamente? ¿Hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, en todas direcciones?”. El abismo no es sólo la ausencia de un creador, sino el vacío moral que sobreviene cuando todo se vuelve opinable, flexible, negociable. En ese escenario, los valores que alguna vez sostuvieron cierta estabilidad emocional y comunitaria hoy son presentados como reliquias autoritarias, cuando en realidad son los últimos puentes que quedan entre el caos y la voluntad de orden.


De la fobia a las raíces


En tiempos donde la velocidad reemplaza a la reflexión y la consigna a la conversación, volver a ciertos valores se percibe como retroceso. ¿Pero es progreso alejarse de todo lo que alguna vez sostuvo el deseo de mejora personal? El miedo a parecer “retrógrado” ha eclipsado la posibilidad de cuestionar si lo “nuevo” realmente nos enriquece o simplemente nos disgrega. La modernidad, en su afán de reinventarse constantemente, ha hecho del olvido una virtud. Pero no se puede construir altura sin cimientos.


Nos encontramos frente a una paradoja interesante: se aplaude la libertad de deconstruirlo todo, pero se reprime el deseo de reconstruir. El deseo de ordenar, de discernir, de jerarquizar incluso. La sospecha sobre cualquier intento de retomar viejos valores no es más que el síntoma de una cultura que teme a la madurez.


¿Será que tememos a esos valores porque nos exigen más de lo que estamos dispuestos a dar?


De la moral, utopía y el humano


La moral es una tensión constante entre lo que somos y lo que aspiramos ser. En ese sentido, no niego la necesidad de un horizonte utópico: ese hombre nuevo, libre de la culpa impuesta, creador de valores propios, capaz de vivir sin las muletas de la tradición. Pero mientras ese hombre no exista —y no parece estar por nacer pronto— debemos preguntarnos: ¿qué hacemos con lo que tenemos?


¿Qué tipo de ética se puede practicar hoy, sin caer ni en la obediencia ciega ni en el cinismo nihilista?


No propongo una vuelta romántica al pasado, sino una lectura estratégica del presente. Una moral realista, una brújula temporal que sirva para orientarse en medio del derrumbe. Quizá la mejor ética posible sea la que reconoce que estamos hechos de barro, que no hay pureza sin lucha, ni libertad sin responsabilidad. No es una rendición, sino una declaración de terreno: la voluntad se forja desde lo que hay, no desde lo que se desea.


Del crepúsculo de los dioses y del ocaso del Estado


Dios ha muerto, sí, pero en su lugar no ha surgido un hombre más fuerte, sino una estructura más pesada. El Estado moderno, ese Leviatán secular, heredó las funciones del dios clásico: juzga, provee, vigila, salva. Pero a diferencia de su antecesor, no exige virtud ni espiritualidad, sino obediencia administrativa y aceptación del relato oficial. La fe fue reemplazada por la ideología, el templo por la oficina estatal, el rezo por el formulario.

Ambos, Dios y Estado, supieron cumplir un rol en la infancia de las civilizaciones. Pero hoy asistimos a su lenta descomposición. El problema no es su desaparición, sino lo que viene después.


¿Qué vendrá a llenar ese vacío? ¿Una comunidad autónoma de individuos con criterio? ¿O una masa invertebrada sedienta de protección y simplificación?


Tal vez aún estemos a tiempo de evitar el colapso completo. Pero para eso se necesita más que reformas: se necesita coraje para pensar más allá del dogma, incluso del dogma del progreso. El ideal de un Estado que actúe en nombre de “la gente” es tan falaz como el de un dios que interviene en cada detalle de la vida cotidiana. En ambos casos, se sacrifica la libertad a cambio de consuelo.


De las cenizas al fuego


¿Puede renacer el sentido en una época que ha aprendido a desconfiar del sentido mismo?


La modernidad nos legó herramientas, pero también nos condenó a una orfandad espiritual. En ese vacío, podemos seguir fabricando ídolos —ya no de piedra, sino de eslóganes y promesas— o podemos volver a mirar los valores que, aún rotos y vilipendiados, nos recuerdan que ser humano es más que consumir, exigir y pertenecer.


Tal vez no se trate de elegir entre pasado y futuro, sino de saber desde dónde se proyecta una vida con dirección.Y en ese acto, individual, libre, profundamente voluntario, quizás esté el único lugar donde aún habita algo parecido a lo sagrado.

 
 
 

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